domenica 14 luglio 2019

COMO THELMA Y LOUISE (Vers. Esp.)



 — ¿Te acuerdas de la peli Thelma y Louise?
  Eva, mientras habla, mira la línea ondulada que separa el agua del cielo, con una mano apoyada en la frente para protegerse del reflejo del mar. La luz del sol sobre las olas lo cubre de diamantes cegadores. Con la otra mano se sujeta el velo detrás de la nuca, el viento se lo pega a la cara, lo hace volar sobre su cabeza, se lo ciñe alrededor del cuello.
  —¿La película de la rubia y la pelirroja? ¿las que se escapan en coche? —pregunta Ana.
  —Sí, sí, esa misma.
  Ana está sentada en el borde del patín de pedales con la mano dentro del agua. Hay medusas alrededor de la barca, pero no le dan miedo. Las especies que nadan cerca de aquellas orillas no hacen ningún daño. Ana mueve los dedos debajo de las ondas, dibujando círculos. Respira profundamente el aire salado y se vuelve hacia su amiga.
  —La vi hace mucho tiempo. Casi no me acuerdo.
  —Escapan de sus hombres, como nosotras. Un día se rebelan y huyen. Quieren ser libres y fuertes, no quieren aguantar más, ¿sabes? —Eva habla sin resuello. Han pedaleado durante más de una hora, con el sol y las prisas incendiándoles los hombros blancos, hasta que la playa se les ha antojado suficientemente lejana, apenas una rayita oscura tras ellas. —Quítame las horquillas, Ana, por favor.
  Se sienta en el espacio vacío detrás del asiento, de espaldas a su amiga. Mientras conversan, Ana le desgrana uno a uno los pasadores de alambre que sujetan el velo al complejo peinado.
  —Se escapan porque se han cansado de ser el sexo débil, de obedecer —sigue diciendo Eva.
  —¿Quieres que te lo quite todo?
  —Quita, quita. Me duele la cabeza de tener los rizos aplastados. —Cuando apoya los dedos detrás de las orejas para frotarse la piel se da cuenta de que ha perdido los pendientes de su abuela, la única herencia material de aquella mujer dura y especial—. ¿Me estas oyendo lo que te digo? Les pasan cosas y tienen que huir de la policía porque saben que, como son mujeres, llevan todas las de perder y nadie las creería nunca, nadie pensaría que no se lo han buscado. De todas formas el jefe de la policía lo sabe y las quiere ayudar, pero ellas siguen escapando y escapando causando más desastres durante el viaje. 
  Ha hablado sin parar, como si estuviera dentro de la película.
  Entretanto Ana, con sus dedos finos y pacientes, ha logrado liberarla de las decenas de horquillas plateadas que va apoyando a su lado sobre el suelo blanco de la barca de plástico. Le quita el velo con cuidado. Es una tela de dos metros, en la iglesia cubría toda la espalda de la esposa, deslizándose sobre la falda y serpenteando sobre el frío suelo de mármol.
  Los invitados habían admirado el tul delicado, finamente bordado de pequeñas flores. Seguro que todo había costado una fortuna, aquel vestido y la absurda fiesta. Aun así, Eva no le había parecido nunca tan guapa. Pero ahora el velo estaba mojado y sucio, después de la carrera por la playa, después de haber empujado sobre la arena el hidropedal hasta el agua, subiéndose rápidamente con los vestidos arremangados y dando ridículos saltos. Ana sonríe recordándolo, dobla el velo varias veces con cuidado y se sienta encima para evitar que salga volando. 
  Luego coge la trenza de Eva entre las manos y la acaricia con los pulgares. Está cubierta de minúsculas rosas blancas.
  —¿Que hago con estas flores? —pregunta, empezando a quitarlas una a una.
  —Dámelas, Anita. —Sin darse la vuelta abre la mano derecha con la palma hacia arriba. Quedan todavía restos de sangre debajo de las uñas y entre los dedos. Al fin y al cabo, se le habían manchado poco.
  Mientras las rosas caen, los rizos saltan fuera de la trenza como pequeños muelles enloquecidos. La brisa los hace girar y anudarse entre ellos. Buscan el rostro de Eva, mezclándose con la arena y la sal de la piel, la acarician como látigos ligeros.
  —¿Tú sabes lo que les empuja a seguir con su fuga? ¿por qué tienen menos miedo de seguir adelante?.
  —¿Por qué? —Ana le pasa a su amiga las florecillas, una a una. Es una gestualidad que la relaja, quitarle los adornos de la cabeza sentada sobre el balanceo de las olas. Recibe en su cara como un regalo la melena alborotada de Eva, los cabellos entre los labios. Advierte todavía el perfume del champú a pesar de las carreras y el tiempo que han estado sentadas en el patín lejos de la costa.
  Eva se levanta para responder. Tiene el pelo completamente desordenado. El viento le descompone el escaso tocado que le queda, la melena azota su cabeza una y otra vez haciendo volteretas. Mientras lanza con parsimonia las rosas al mar, una a una, dice:
  —Porque finalmente son ellas mismas. Porque han catado la libertad. Porque han descubierto que son fuertes y capaces de hacer suceder cosas. Han degustado el placer sin remordimientos. Las ganas de hacer por hacer. Descubren que no hay que dar explicaciones a nadie por cada cosa. Son libres, ¿sabes Ana?, libres. Cuando se prueban ciertas cosas es dificilísimo volver atrás. 
  El vestido vibra contra su cuerpo, siente cómo le arden las mejillas y la garganta, le escuecen los ojos. No sabe si por la sal del aire o la de las lágrimas. Para alejar las ideas lúgubres y los recientes recuerdos de esa mañana, empieza a reír fuerte, sobre el murmullo del mar calmo, sobre el fragor de las gaviotas y el poniente. Ríe y arroja hacia arriba las pequeñas rosas que quedan en su mano. El viento se lleva lejos la mayoría, pero otras caen en torno a las chicas, una cuantas en el suelo y unas pocas en el mar. Flotan alrededor de la barca como migas de pan. 
  Ana las mira fijamente, se deja hipnotizar con el mentón apoyado en las manos. Un pececillo se acerca e intenta tragar alguna flor, escupiéndola enseguida. Estalla en carcajadas, con una hilaridad histérica, como su amiga. Pero Ana, las ideas lúgubres, sabe ya desde hace tiempo como mantenerlas alejadas. 
 —¿Y si nos damos un baño? —propone mientras se baja los tirantes del vestido rosa. 
  ¿A quién le importa que se vea la braga enorme que ha tenido que ponerse debajo de aquel ridículo vestido para disimular la cintura? Allí no hay nadie. Ningún idiota puede ver su piel blanca y carnosa. Solo Eva, la única que, cuando la oye gimotear, dice todas las veces “¿Pero qué gilipolleces se te ocurren?”. 
  Se desnuda rápidamente y salta dentro del agua tibia de septiembre.  
Nada en círculos, sin alejarse, y cuando llega delante de su amiga mueve con fuerza las piernas logrando mojar apenas el dobladillo de la larga falda blanca.
    Eva se quita los zapatos de raso y los despide lo más lejos que le permiten sus brazos fuertes.
Las sandalias vuelan sobre las olas cayendo algunos metros más allá con un golpe sordo contra la superficie del agua y sin salpicar. Pone los brazos en jarras y respira profundamente. El sol le ha quemado los hombros y, a pesar de la brisa, siente el cuerpo incandescente. 
  —Ana, ¿tú sabías lo de tu marido? —dice mientras se quita las medias.
  —¿El qué? ¿Lo de las prostitutas? Sí, me lo había dicho él. Venga, tírate, ¡el agua está estupenda!
  Eva se mueve dentro del vestido de novia intentando girarlo hasta que el cierre posterior aparece entre sus manos. Manipula despacio los pequeños botones maldiciendo las uñas largas. Se mira los restos de sangre y los pequeños arañazos en los nudillos y se pregunta si quedarán trocitos de piel debajo de su bonita manicura. 
  —Tú no has hecho nada — le dice a Ana.— ¿Y tu madre?
  —Mi madre dice que es mi marido y que me tengo que aguantar. Me ha visto el ojo negro más de una vez y no me ha dicho nunca nada. Además, faltaba poco para tu boda, Eva, he tenido que portarme bien. ¡Por lo menos la cara se tenía que salvar! Si no, menuda vergüenza, la madrina delante del cura con la bolsa de hielo en la cara diciendo “No se preocupe, padre, que aquí estamos en la 
prosperidad y en la adversidad, todos los días de nuestra vida” —dice Ana con voz ridícula tomándose el pelo a sí misma—.
  Engulle agua salada durante sus pantomimas hasta que todo acaba con un ataque de tos. Mientras se sujeta al borde de la barca revela a su amiga una cicatriz en el hombro, una de las pocas que Eva no ha visto nunca. Está formada por pequeñas quemaduras, redondas y rosadas. Ana sonríe con gracia, luminosa como siempre, antes de zambullirse de nuevo dentro del espejo de agua. 
  Eva abre la boca para decir algo pero la cierra enseguida. Su amiga consigue reírse hasta de la vida de mierda que tiene. Recién casada y esperando que su marido violento la deje embarazada. Con un trabajo que le gusta pero que tendrá que abandonar antes o después. Aterrorizada porque se acerca el momento en el que estará obligada a quedarse en casa, en su prisión, con un niño del que no quiere saber nada, con un niño que es mejor que no llegue nunca.
  Eva logra abrir todos los botones y se quita el vestido. Al principio siente frío, después alivio. Todos los poros de la piel, en ese momento, respiran con avidez. Coge el velo, se lo ata alrededor de las caderas y empieza a bailar lentamente, balanceándose al ritmo del mar. 
  —¡Esta es la hora del vals, Anita! ¡La hora de la tarta! ¿No oyes los aplausos?.
  Ana le saca la lengua y vuelve a subir a la barca. Tiene la piel de gallina y se seca con su mismo vestido. Sonríe, imaginando la multitud de invitados, la familia, los primos terceros y cuartos, los amigos de los padres, todos borrachos bailando alrededor de una esperpéntica tarta rebosante de nata y fresas.
  —¿Sabes por qué se largan Thelma y Louise? Porque son infelices —murmura Eva mirando la costa. Es una línea suavemente montuosa y gris. La playa no se aprecia tras la bruma.— ¿Sabes que para reconocer que eres infeliz hay que ser muy valiente? No todo el mundo puede mirarse al espejo y decirse la verdad.  Se sientan sobre las tumbonas del patín y cierran los ojos. La barca está ya muy lejos de la tierra firme. El atardecer pinta el cielo y el mar de rojo, no hay una sola nube sobre sus cabezas.
  —Evita, yo me lo he dicho muchas veces. A lo mejor no delante del espejo. Pero me lo he dicho. Y a ti también te lo he dicho.
  —Porque tú eres valiente, Ana. Por eso eres mi mejor amiga. Tú eres mi Thelma.
  —No te pases. A nosotras nos falta el coche.
  —Tenemos esto, que es mejor —dice Eva indicando su medio de transporte—, y nos lleva más lejos.
  —Ellas tenían pistola.
  —Nosotras no, vaya… —Eva hace una mueca, aprieta los labios. Sí, vaya. Pero la verdad es que, en algunas ocasiones, había sido mejor no tener una pistola en casa. Y de todas formas, al final, no la ha necesitado. Con unas pastillas y sus manos fuertes de operaria ha sido más que suficiente.  
  Se levanta suspirando, nunca ha conseguido estar sentada demasiado tiempo. Se da cuenta de que hay una gaviota apoyada sobre la palanca del timón. Es la primera vez que ve una tan cerca. Es más grande de lo que creía. El gran pico anaranjado y las patas palmeadas la horripilan. Sacude con fuerza los vestidos para asustarla hasta que el animal alza el vuelo con un graznido desagradable. Eva, que todavía está impresionada, sigue moviendo los brazos como si volara sobre ella un enjambre de avispas.
  —¡Te pareces a los de Locomía! —dice Ana riéndose a carcajadas imitando con las manos los enormes abanicos del grupo ochentero. 
  Eva se para en seco oyendo su voz. Ama el sonido de su risa, los hoyuelos que se forman en esas mejillas pálidas, la nariz cubierta de pecas minúsculas. Los ojos verdes de Ana parecen pequeños cuando son engullidos por los pliegues de su sonrisa. Sabe que su madre la había llamado así por la 
Karenina. Le parecía, cuando nació, una cosa romántica. Los rusos, los ricos, las historias de amor. Pero Eva está segura de que no había leído la novela antes de elegir su nombre. 
Sonríe y golpea con los pies el suelo de la barca con un ritmo cualquiera, moviendo los brazos y la melena, haciendo danzar los rizos largos y oscuros mientras canta a voz en grito, sacudiendo el velo por encima de sus cabezas.
  —¡...Disco Ibiza loco mía, Moda Ibiza loco mía, Loco Ibiza loco mía, Sexo Ibiza loco mía…! 
  Ana la imita y dan comienzo a un concierto disparatado sobre el patín, en mar abierto. Sólo ellas y los peces, el reflejo de la barca, los grotescos volátiles sobre sus cabezas.
  Bailan hasta caer exhaustas, afónicas y acaloradas. Se desploman sobre los asientos con las manos entrelazadas, la mano izquierda de Eva, manchada de culpa y sangre, con la mano derecha de Ana, manchada de cicatrices y dolor. En pocos minutos se adormilan acunadas por el mar.

  Duermen navegando a merced de la corriente durante más de una hora. El sol se está poniendo, descansa perezoso sobre el agua. Pueden verse ya las primeras estrellas tras la tierra firme. La línea del horizonte se pinta de malva y alrededor de las chicas se extiende una interminable piscina de plata. 
  —Anita, despierta, mira que bonito.
  Ana se levanta de golpe y tarda unos segundos en situarse, se frota los ojos y enfoca la mirada ante ellas.
  —¡Que maravilla! Mira que colores. En el pueblo ni nos imaginamos un atardecer como éste. Has hecho bien en casarte cerca del mar, Eva.
  —Yo quería respirar, Ana, quería mirar hacia atrás y saber que no había nada detrás de mí, solo la arena de la playa. Poder mirar lejos y no ver el final. Quería sonidos así, como el de las olas.
   —Tu querías espacio para escapar, dí la verdad. —Otra carcajada luminosa—. Venga, pásame el fular, que tengo la piel de gallina.
  —Nos podemos tapar con los vestidos. —Eva coge la pequeña montaña de tejidos separándolos en dos pequeños montículos iguales que usan para cubrirse la espalda.
  La brisa salada les irrita las mejillas ya quemadas.Tienen sed y se enjuagan la boca con el agua del mar, escupiéndola. Pueden resistir un poco más, pero ha sido un día con demasiado sol y demasiado viento. 
  —Eva, ¿y ahora qué hacemos?
  —¿Qué quieres hacer? ¿Quieres volver? ¿Tienes miedo?
  —Contigo no. Hago lo que tu hagas —dice segura.
  Eva gira la cabeza hacia su amiga y entorna los ojos formando dos rayitas belicosas.
  —¿Sabes lo que me ha dicho ese miserable mientras salíamos de la iglesia juntos?
  —Si tu padre estuviera vivo con ese no te habrías casado. — Ana acerca su cara a la de Eva. Habla y su aliento húmedo y triste acompaña las palabras muy despacio—. Habría ido a buscarlo con el fusil.
  Eva se imagina a su padre, que le maldice el novio, blasfemando por debajo de su bigote gris. Se lo imagina, como si lo tuviera delante, que la felicita por su valentía y sus muñecas amoratadas cuando la ve salir de la habitación del hotel. Que le dice que ha hecho lo que debía y que sólo tiene que echar a correr.
  —No. Seguro que no me casaba. Qué estupidez escuchar a los demás. Tenía que haberme hecho caso a mí misma. Y a ti. —Eva prende la cara de Ana entre sus manos y dice con los dientes apretados —¿Te acuerdas de Thelma y Louise? Qué libertad cuando se deshacen de sus vidas de antes... Qué libertad degustar emociones de verdad porque ya no te interesan las consecuencias...
   —A la mierda tú y tu libertad, Evita —Ana escupe cada letra—. Pero yo te envidio, ¿sabes? Porque no te importa una mierda de lo que pueda pasar. A mí me da miedo que deje de importarme. 
  Eva se balancea con la barca, está meciendo dentro de sí las imágenes de aquella mañana antes de dejarlas salir de sus labios.
  —¿Sabes lo que me ha dicho el cabrón? Me tenía cogida de la mano, me sonreía, se acababa de casar conmigo delante de Dios y ¿sabes lo que me ha dicho? Ahora eres solo mía. Así, tal cual, con esa mirada de bellaco de cuando quiere pegarme y yo le digo que si me pega otra vez me voy de casa —. Eva se mira las manos por milésima vez. Si pudiera, se miraría sus mismos ojos, para ver qué tipo de huella deja la muerte, para descubrir en sus pupilas lo que queda de Eva después de aquel día.— Me ha llevado a la habitación del hotel después del aperitivo. Decía que quería hablar conmigo y explicarse mejor antes del convite. Cuando hemos entrado se encontraba ya mal. ¿Te acuerdas de su petaca? Anoche la tenía ya en la chaqueta bien llena para hoy. Antes de salir ayer para ir a casa de mi madre a dormir se la terminé de preparar yo a mi manera… 
  Ana la escucha sin decir nada porque no hay nada que decir. Eva había tenido solo que mirarla en el restaurante y antes de que estuviesen todos sentados ellas corrían por la playa.
  —No estaba dormido del todo, solo atontado. He cogido el cenicero y le he pegado en la cara.— Se ve a ella misma escapando por su casa casi todas las noches, escondiéndose detrás de las puertas y dentro de los armarios. No está arrepentida. Se siente sorprendentemente ligera. —Como no estaba segura de lo que podía pasar le he apretado el cuello. Solo que el cuello no es tan blando como parece en las películas. Ha tardado más de la cuenta en dejar de arañarme las manos.
  Sonriendo, aprieta los dedos en las mejillas de su amiga. El cuento ha terminado. El viento le seca el sudor de la frente y se lleva la turbia moraleja.  
  —¿Te acuerdas de Thelma y Louise? No vuelven atrás, Ana.
  —Pues nosotras tampoco.
  —Pues nosotras tampoco.
  —¿Y entonces qué pasa, Evita? Nos buscarán.
  —No por aquí.
  Ana se lo piensa muy poco. Tiene sólo una duda, que es también su único miedo.
  —Moriremos de sed. ¡Será una muerte demasiado lenta!
  Eva se palpa el corpiño de raso, controlando que esté seco. Ningún chapuzón de propósito.
  —He traído una cosa. La tenía escondida en el sujetador. Son las de mi madre.    Las que cogí ayer para meterlas en la petaca de Manuel. Está la caja casi entera—. Saca varios envases planos de aluminio llenos de pequeños comprimidos rosados y se los muestra a su amiga. —Me lo llevé todo por si acaso. Nunca se sabe. Menudo fiestorro de bodas, ¿verdad?
  Suspira, percibiendo una sensación entre la tristeza y el alivio. Sabe que todo va a terminar así, sobre aquella embarcación de plástico. 
  Ana levanta las cejas, arruga la nariz, se encoge confiada en su fular de tela barata que le pica en la piel.
  —¿Que dices? ¿habrá bastantes para las dos?
  —Será más que suficiente.
  Se dividen las pastillas, contando meticulosas. Mastican en silencio, con las bocas torcidas por el sabor amargo que estalla entre los dientes, sentadas en la parte posterior de la barca. Cuando acaban las píldoras se desnudan completamente y se lanzan al agua. Se buscan las propias piernas con la mirada, queda poca luz, pero el mar es transparente. Se ve cada dedo de los pies y el vacío debajo de ellos.
  —Qué mar estupendo tenemos —dice Eva. Sus manos se lavan sin querer, ve nítidamente cómo se despegan las líneas de sangre seca por debajo del agua —. Quién sabe si habría podido venir de vacaciones y traer a mis hijos.  —Yo no he venido nunca, Evita. Y sin embargo vivimos muy cerca…
  Se suben a la barca con tranquilidad, sólo cuando ya están cansadas de nadar. Con un vislumbre de pudor deciden vestirse, luego se peinan la una a la otra con los dedos. Eva se hace una coleta y la sujeta con el velo. 
No quieren ser dos cadáveres cubiertos únicamente con una liga y quemados por el sol, sino un descubrimiento romántico digno de una Karenina. Al cabo de un rato se sientan en la proa, incapaces de mantenerse de pie. 
Las chicas lo saben, desde aquel día o quizás desde siempre. Lo sabían ya mientras se cepillaban el pelo aquella mañana y saludaban para siempre sus reflejos en el espejo. La felicidad y la fortuna no es cosa para ellas. Lo saben desde siempre, que se puede elegir entre la vida turbia que te toca por azar o la revolución. Pero ellas no son suficientemente fuertes para ese tipo de motín. Así que han decidido que ha llegado su día, el que llega antes o después para muchas otras. El día de la protesta, de la venganza, de la redención. Su pequeña y particular declaración de rebeldía que, como todo, como han hecho siempre, desafían juntas.
  —¿Me das la mano como en la película?
  Entrelazan las manos y, como en la película, se besan en los labios. Aquí no se sienten ridículas, en medio de la nada, vestidas de fiesta y con las mejillas cocidas por el sol y la sal.
  —Pedaleemos un poco más mar adentro, Eva.
  —Todo derecho, Ana, hasta que estemos despiertas. Como Thelma y Louise.   



COME THELMA E LOUISE (Vers. Ita.)


  -Ti ricordi Thelma e Louise?
Lucia guarda la linea ondulata che separa l’acqua dal cielo con una mano appoggiata sulla fronte per proteggersi dai riflessi del mare. Il sole ha una tale forza che il luccichio provocato dalle onde lo fa sembrare una piscina piena di brillanti. Con l’altra mano si tiene il velo stretto dietro la nuca; il vento glielo appiccica alla faccia, lo fa volare sopra la sua testa, gli si attorciglia intorno al collo.
  -Il film di quella mora e quella rossa? Quelle che scappano in macchina?
  - Sì, sì, proprio quelle.
Anna è seduta sul bordo del pedalò e affonda la mano dentro l’acqua. Vede alcune meduse nuotare intorno alla barca, ma non le fanno paura. Le specie che nuotano vicino a quelle rive non fanno del male. Muove le dita sotto le onde disegnando cerchi. Respira profondamente l’aria salata e si gira verso la sua amica.
  -L’ho visto tanto tempo fa. Non me lo ricordo bene.
  -Scappano dai loro uomini, come noi. Un giorno si ribellano e fuggono, vogliono essere libere e forti, non vogliono più subire, capito? -. Lucia sente ancora che le manca il fiato. Hanno pedalato per almeno un’ora senza mai fermarsi, con il sole e la fretta incendiando le loro spalle bianche. Si sono fermate solo quando la spiaggia è sembrata molto lontana, appena una linea bruna dietro di loro. - Toglimi le forcine Anna, dai.
Si mette seduta nello spazio vuoto dietro al sedile, di schiena alla sua amica. Mentre parla, Anna le sfila uno a uno i fermagli di metallo che legano il velo alla complicata acconciatura.
  -Scappano perché si sono stufate di essere quelle deboli, di ubbidire. Vento in faccia e via, si va!  
  -Vuoi che ti tolgo tutto?
  -Togli, togli. Mi fa male la testa di tenere i ricci soffocati - infila le dita dietro le orecchie per grattarsi e si accorge di aver perso gli orecchini di sua nonna-  Lo senti cosa ti dico? Capitano delle cose e poi si trovano a dover fuggire dalla polizia perché sanno che in quanto donne hanno solo da perdere. Nessuno le crederà mai, nessuno penserà che non se la sono cercata. Il capo ha capito e vuole aiutarle ma loro continuano a correre, combinando altri casini strada facendo. 
Ha parlato tutto d'un fiato, le sembra di essere dentro il film. 
Anna, con le sue dita sottili e pazienti, è riuscita a sfilare le decine di fermagli argentati che appoggia di fianco a sé sul suolo bianco della piccola barca di plastica. 
Toglie il velo con cura. E’ lungo due metri, in chiesa copriva tutta la schiena della sposa scivolando lungo il vestito e serpeggiando sul pavimento. Tutti avevano ammirato il tulle sottile e delicato, finemente ricamato con piccoli motivi floreali. Doveva essere costato una fortuna quell’abito e tutta l’assurda festa. Ma Lucia non le era sembrata mai così bella. Adesso però il velo è sporco di sabbia e bagnato, dopo la corsa sulla spiaggia, dopo che hanno spinto in acqua il pedalò salendoci sopra con ridicoli balzi. 
Sorridendo al ricordo lo piega varie volte e si siede sopra per evitare che voli via. Poi prende in mano la treccia di Lucia e la accarezza con i pollici. E’ ricoperta di piccolissime rose bianche.  
  -Che devo fare con questi fiori? –chiede, cominciando a levarli uno a uno.
  -Dammeli qui, Annina -. Apre il palmo destro verso la sua amica.
Via via che le rose vanno in mano a Lucia i ricci escono dalla piega come piccole molle impazzite. La brezza li fa roteare e aggrovigliarsi tra loro. Cercano il viso mescolandosi con la sabbia e il sale, accarezzano la pelle come fruste sottili.
  -Ma tu lo sai cosa le spinge a seguire la loro corsa? Perché hanno meno paura e non si fermano più?
  -Perché? - Anna passa alla sua amica i minuscoli fiori uno alla volta. E’ diventata un’attività rilassante sfilare addobbi dalla testa, seduta sul cullare delle onde. Le viene in faccia la chioma folle di Lucia, i cappelli in mezzo alle labbra. Si sente ancora il profumo dello shampoo nonostante la corsa e il tempo che sono state sedute sul pedalò verso il largo.
Lucia si mette in piedi per rispondere. Ha la capigliatura completamente disordinata. Il vento scioglie la poca acconciatura rimasta facendo volare in alto i capelli, sferrandogli contro la testa per poi farli volteggiare ancora. Mentre getta una a una le rose al mare dice:
  -Perché erano finalmente state loro stesse. Perché avevano assaggiato la libertà. Perché si erano scoperte forti, capaci di fare delle cose da sole. Avevano provato il piacere senza rimorsi. La voglia di fare per il gusto di fare. Scoprono che non si deve rendere conto a nessuno di quello che si fa. Erano libere, capito Anna? Libere. Quando si provano certe cose è difficilissimo tornare indietro. 
Il vestito si scuote contro il suo corpo, sente bruciare le guance e la gola, le prudono gli occhi, non capisce se per il sale dell’aria o quello delle lacrime. Per spaventare i suoi pensieri cupi si mette a ridere forte, sopra il rumore del mare, sopra i suoni dei gabbiani e del ponente. Ride e lancia in alto le roselline che le sono rimaste in mano. Alcune volano lontano, altre cadono intorno a loro, un po’ dentro alla barca un po’ sul mare, galleggiando come briciole di pane.
Anna le fissa ipnotizzata con le mani sotto il mento. Un piccolo pesce si avvicina per inghiottire qualche fiore e poi sputarlo. Scoppia anche lei in una risata isterica. I pensieri brutti però, sa già da tempo come tenerli lontani. 
  -Facciamo un bagno? - propone mentre si tira giù le spalline del vestito rosa. Chi se ne importa se sotto ha dovuto mettere una mutanda elastica enorme per dare un po’ di forma alla vita sotto quel ridicolo vestito da damigella. Lì non c’è nessuno. Lì nessuno può guardare la sua pelle bianca e morbida. Solo Lucia, che risponde tutte le volte che lei si lamenta “ma che cazzo dici?”. Si spoglia velocemente e salta nuda dentro l’acqua calda di settembre.  
Nuota in cerchio senza allontanarsi e quando è davanti alla sua amica comincia a muovere con forza le gambe riuscendo a malapena a bagnare l’orlo della lunga gonna bianca. Lucia si toglie le scarpe di raso e le scaglia lontane quanto la forza delle braccia le permettono. I sandali volano sopra le onde cadendo qualche metro più in là con un tuffo sordo e pochi schizzi. Appoggia le mani sui fianchi e respira profondamente. Il sole le ha bruciato le spalle e nonostante la brezza sente un gran caldo. 
  -Anna, tu lo sapevi di tuo marito? - dice mentre si sfila le calze. 
  -Cosa? Di quelle zoccole lì? Sì, me l’aveva detto lui. Dai, buttati giù, si sta benissimo!
Lucia si muove dentro il vestito da sposa per girarlo su se stesso finché i bottoncini non le appaiono sul petto. Inizia a trafficare piano maledicendo la incomoda manicure e le unghie lunghissime. 
  -Ma tu non hai fatto niente. E tua madre?
  -Mia madre ha detto che io me l’ero sposato e me lo dovevo tenere. Ha visto pure l’occhio nero più di una volta e non ha mai detto una parola. E poi mancava poco per il tuo matrimonio, Luci, sono stata buona. Così almeno la faccia mi restava bella per te, cara mia! Ti immagini che figura facevamo? La testimone davanti al prete con la borsa di ghiaccio in faccia e che dice “Non si preoccupi, padre” – mima la voce da papera – “vada pure avanti, qua siamo nel bene e nel male, finché morti non ci separi”. 
Ingoia l’acqua salata mentre fa i versi e le viene un attacco di tosse. Si aggrappa al bordo della barca e mostra alla sua amica una cicatrice sulla spalla, una delle poche che Lucia non ha mai visto. E’ formata da vecchie ustioni, piccole e rotonde, ma Anna sorride con grazia, luminosa come sempre, prima di rituffarsi dentro lo specchio d’acqua.
Lucia apre la bocca per dire qualcosa ma la chiude subito dopo. Quella ragazza, sta pensando lei, riesce a ridere pure di quella situazione di merda che è casa sua. Una sposina, da poco tempo, in attesa di essere ingravidata da un marito violento. Con un lavoro che le permette di respirare tutti i giorni, ma terrorizzata dall’avvicinarsi del momento in cui dovrà restare a casa con un bambino che non vuole ancora, in quella prigione, un bambino che forse è meglio non arrivi mai. 
Apre tutti i bottoni e si toglie l’abito. Prima sente freddo, poi sollievo. Tutti i pori della sua pelle, in quel momento, respirano avidi. Prende il velo, se lo attorciglia intorno ai fianchi e inizia a ballare un lento ondeggiando al ritmo del mare.
  -Questa sarebbe stata l’ora del valzer, Annuzza! L’ora della torta! Non senti gli applausi?
Anna si mette a ridere e ritorna sulla barca. Ha la pelle d’oca e si asciuga con il proprio vestito. Sorride immaginando la folla di invitati, la famiglia, i cugini di terzo e quarto grado, gli amici dei genitori, tutti già brilli che girano intorno ad una stupida torta piena di panna e fragole.
  -Sai perché partono in viaggio Thelma e Louise? Perché sono infelici – mormora Lucia guardando la costa, una linea leggermente montuosa e grigia. La spiaggia non si distingue più. - Sai che per riconoscere di essere infelici ci vuole coraggio? Non è mica roba da tutti guardarsi allo specchio e raccontarla giusta.
Si siedono entrambe sulle sdraio del pedalò e socchiudono gli occhi. La barca è ormai molto distante da terra. Il tramonto colora il cielo. Non c’è una sola nuvola sopra le loro teste. 
  -Luci, io me lo sono detta tante volte. Magari non davanti allo specchio. Ma l’ho detto a me. E anche a te.
  -Tu sei coraggiosa, Anna. Per quello sei la mia migliore amica. Tu sei la mia Thelma. 
  -Adesso non esagerare. A noi manca la macchina.
  -Abbiamo questo – dice indicando intorno a loro-  che ci si arriva più lontani.
  -Loro avevano le pistole.
  -E noi no. Peccato… 
Lucia fa una smorfia, stringe le labbra. Si, peccato. Ma in realtà, in alcune occasioni, era stato meglio non avere una pistola in casa. Alla fine, però, non ne aveva avuto bisogno. Con delle pillole e le sue mani forti da operaia era stato più che sufficiente.
Si mette in piedi sospirando, non è mai riuscita a restare seduta troppo tempo, e si accorge che un gabbiano si è posato sulla leva del timone. Non ha mai visto uno da così vicino. Il grande becco e le zampe palmate le fanno un po’ paura. Si mette ad agitare i vestiti per spaventarlo finché si alza in volo con un garrito fastidioso allontanandosi da loro. Lucia, ancora turbata, muove le braccia e la testa in un ballo tarantolato.
  -Sembri Loredana Bertè - dice ridendo la sua amica indicando con un dito la massa di capelli mossi e neri che si dimenano davanti a lei. 
Lucia si ferma di colpo sentendo la sua voce. Ama il suono della sua risata, le fossette ai lati del viso così chiaro, il naso ricoperto di lentiggini. Gli occhi verdi di Anna diventano piccolissimi inghiottiti dalle pieghe del largo sorriso. La madre l’aveva chiamata così per la Karenina. Le sembrava ai tempi una cosa molto romantica. I russi, i ricchi, le storie d’amore. Ma forse non aveva mai veramente letto il romanzo.
Sorride e si mette a battere i piedi con un ritmo a caso, girando e abbassando la testa, facendo balzare i lunghi ricci scuri mentre canta a squarciagola scuotendo il velo che tiene ancora legato in vita.
  -Non sono una signora, una con tutte stelle nella vitaaaaa…!
Anna la imita e partono con un concerto sfrenato sul pedalò, in mezzo al mare aperto. Soltanto loro e i pesci, il riflesso della barca, i buffi pennuti sopra le loro teste. 
Ballano fino a crollare esauste, afone e accaldate. Si accasciano sui sedili con le mani unite, la mano sinsitra di Lucia, sporca di colpa e sangue, con la mano destra di Anna, sporca di cicatrici e dolore. In un attimo si addormentano ninnate dal mare. 
Dormono in balia delle onde per almeno un’altra ora. Il sole è calato ormai e si adagia sull’acqua lasciando intravedere le prime stelle dietro la terraferma. La linea dell’orizzonte diventa rossa e intorno a loro si estende un’interminabile vasca di argento.
  -Annina, svegliati, guarda che bello qui.
Anna si alza di colpo e ci mette un secondo a capire dov’è, si strofina gli occhi.
  -Che meraviglia! Guarda che colori. In città ci sogniamo un tramonto del genere. Hai fatto bene a volerti sposare vicino al mare, Luci.
  -Io volevo respirare, Anna, volevo girarmi e sapere che non c’era niente dietro di me. Che non c’era il muro di casa ma la sabbia della spiaggia, che potevo guardare lontano e non vedere la fine. Volevo un rumore così, come quello delle onde. 
  -Tu volevi spazio per scappare, dì la verità – un’altra risata luminosa - Dai, passami il foulard che ho la pelle d’oca.
  -Copriamoci con i vestiti-  Lucia prende la piccola montagna di stoffe e le separa equamente per coprirsi le schiene.
La brezza salata fa bruciare le guance ustionate delle ragazze. Hanno sete e si sciacquano la bocca con l’acqua del mare, sputandola. Potranno resistere un altro po’ ma c’è stato troppo sole e troppo vento. 
  -E adesso Lù, che facciamo?
  -Che vuoi fare? Vuoi tornare? Hai paura?
  -Con te no. Faccio quello che fai tu – dice senza abbassare lo sguardo.
Lucia si gira verso l’amica e stringe gli occhi in due fessure bellicose. 
  -Sai cosa mi ha detto quell’infame mentre uscivamo dalla chiesa insieme, Anna?
  -Se fosse stato vivo tuo padre quello non lo sposavi – l’amica avvicina il suo viso a quello di Lucia. Parla e il suo alito umido e triste scandisce piano le parole-. Sarebbe andato da lui con il fucile.
Lucia immagina suo padre che bestemmia sotto ai baffi grigi e maledice il futuro sposo. Lo immagina come fosse lì davanti, complimentandosi con lei per il suo coraggio e i polsi tumefatti quando la vede uscire dalla stanza dell’albergo. Suo padre che le dice che ha fatto quello che andava fatto. Che ora doveva soltanto mettersi a correre.
  -No. Sicuro non mi sposavo. Sono stata una stupida a dare retta agli altri. Dovevo dare retta solo a me. E a te. – Lucia prende il volto di Anna tra le sue mani e parla a denti stretti - Allora ti ricordi? Ti ricordi di Thelma e Louise? Che liberazione quando si svegliano dalle loro vite. Che liberazione provare vere emozioni perché non te ne frega niente delle conseguenze.
  -Mannaggia a te e alla tua libertà, Luci – stavolta Anna è seria - Ma io ti invidio sai? Perché te ne freghi. Io ho paura di fregarmene. Non so come si fa.
Lucia si muove con la barca, sta cullando dentro di sé le immagini di quella mattina prima di lasciarle scivolare tra le labbra.
  -Sai cosa mi ha detto quello? Mi teneva per mano, mi sorrideva, mi aveva sposato davanti a Dio, ma… sai cosa mi ha detto quello stronzo? : “Ora sei mia”. Così, con quello sguardo vigliacco che usa quando vuole alzare le mani e io gli dico che si me tocca ancora una volta me ne vado.
Lucia si guarda le mani. Se potesse guarderebbe dentro i propri occhi, per vedere che tipo di impronta lascia la morte, per scoprisi nelle pupille quello che rimane di se stessa dopo quel giorno. 
  -Mi ha portato alla stanza dell’albergo dopo l’aperitivo. Diceva che voleva parlare con me e spiegarsi meglio prima del pranzo. Quando siamo entrati si sentiva male. Ti ricordi della sua fiaschetta? Ieri sera era dentro la tasca della sua giacca, l’aveva lasciata piena per oggi. Prima di uscire per andare a casa di mia madre l’ho finita di preparare a modo mio…
Anna l’ascolta senza dire niente perché non c’è niente da dire. Lucia l’aveva solo guardata al ristorante e, prima che fossero tutti seduti, loro due correvano sulla sabbia verso il mare.
  -Non si era addormentato del tutto, solo un po’ intontito. Ho preso il posacenere e l’ho colpito sul viso. – Si rivede lei stessa scapando per la casa, quasi tutte le sere, nascondendosi dietro le porte e dentro gli armadi. Non si pente. Si sente sorprendentemente leggera. - Visto che non ero sicura ho provato a stringere il collo. Ma il collo non è cosi morbido come sembra nei film. Ci ha messo più di quanto pensavo a smettere di graffiarmi le mani. 
Poi affonda le dita negli zigomi della sua amica. La storia è finita. Il vento le asciuga il sudore sulla fronte e si porta via la torbida morale della favola.
 - Ti ricordi di Thelma e Louis? Non tornano indietro, Anna.
  -Allora neanche noi.
  -Allora neanche noi.
  -E cosa succede poi? Ci cercheranno, Luci.
  -Non qui.
Anna ci pensa appena qualche secondo. Ha un solo dubbio che è anche la sua unica paura.
  -Ma se rimaniamo al largo moriremo di sete. Sarà una morte lunghissima!
Lucia traffica con le mani dentro il corpetto di raso. Controlla che sia asciutto. Non ha fatto il bagno di proposito.
  -Ho portato una cosa, se te la senti. L’avevo nascosta nel reggiseno. Le ho prese a mia madre. Sono le stesse che ho messo nella fiaschetta. La scatola è quasi piena. – Tira fuori diversi blister argentati pieni di piccole pastiglie rosate. – L’ho portato via tutto, non si sa mai. Che bella festa di matrimonio, vero? 
Sospira, tra tristezza e sollievo, sapendo che alla fine sarebbe finita così, su quella imbarcazione di plastica.
Anna alza le sopracciglia e si stringe fiduciosa nel suo foulard di stoffa scadente che le fa prudere la pelle. 
  -Dici che possono andare? Saranno abbastanza per tutti e due?
  -Saranno perfette. 
Dividono tutto in due, contando meticolosamente le pastiglie. Le masticano in silenzio, facendo smorfie per il sapore amaro che esplode in bocca, sedute sulla parte posteriore della barca. Una volta inghiottite si spogliano completamente e fanno un bagno nell’acqua tiepida. Il mare è trasparente. Si vede ogni dito del piede e il vuoto oscuro sotto di loro.
  -Che mare stupendo abbiamo - dice Lucia, vede nitidamente come si staccano le linee di sangue secco dalle sue mani sotto l’acqua.- Chissà se sarei riuscita a venire in vacanza e portarci i miei figli.
  -Io non vengo mai qui, Luci. Eppure abitiamo così vicino…
Risalgono con calma quando si stufano di nuotare. Con un residuo di pudore decidono di rimettersi i vestiti, si pettinano a vicenda con le dita. Lucia si fa una coda e la lega con il velo. Non vogliono essere due cadaveri coperti soltanto da una giarrettiera e ustionati dal sole ma un ritrovamento romantico degno di una Karenina. Poi, incapaci di restare in piedi, una volta messe in ordine e leggermente assonate, si siedono sulla prua.
Le ragazze sanno una sola cosa. Lo sanno da quel giorno o forse da sempre. Lo sapevano mentre si spazzolavano i cappelli quella mattina e salutavano se stesse allo specchio. La felicità e la fortuna non sono state cucite per restare addosso a loro. Lo sanno da sempre, che possono scegliere tra la vita velata disegnata dall’inizio, oppure fare qualcosa di diverso. Soltanto che la rivoluzione non è roba per loro. Non sono abbastanza forti. Sanno che il giorno è arrivato, che arriva prima o poi anche per tante altre. Lo sanno, però, che la differenza con le altre è che oggi hanno deciso tutto da sole. E che, come hanno sempre fatto, la scelta della loro particolare rivolta contro tutti l’affrontano insieme. 
  -Mi dai la mano, come nel film? 
E come nel film si baciano sulle labbra. Non si sentono ridicole lì, in mezzo al nulla, vestite da cerimonia e con i visi cotti dal sole e il sale.
  -Pedaliamo un po’ verso le onde, Lucia?
  -Tutto dritto, Anna, finché restiamo sveglie. Come Thelma e Louise.