giovedì 28 novembre 2013

Ciudad de los Reyes


 


Érase una vez una Navidad gris y ventosa. Gris por el color plomizo del cielo en el mes de diciembre. Ventosa porque cerca del mar la brisa volaba a todas horas, y las casas se corroian con el aire curtido y la tierra salada de la que estaban hechas las montañas. Era una Navidad hecha de colores apagados y maderas carcomidas.

Había una vez una Navidad con familias sin padre, con madres valientes y varios hijos de edades aledañas.
Con casas de balcones de madera, casas de cemento roto y pintadas de azul o amarillo. Casas ahogadas entre otras casas, a las que se llega a través de un largo pasillo oscuro que nace en  calles grises y marrones, para acabar en patios bañados de luz mortecina.
Casas en barrios altos, límite metropolitano que linda con la montaña, desde donde baja, también en Navidad, el mismo viento tordo de todo el año.
Fiestas de Navidad en la linea que separa el bien del mal. La diferencia entre vivir y sobrevivir. Entre tener poco y no tener nada. Porque más allá de los barrios se llega todavía más lejos. Donde la miseria no tiene nombre porque las palabras no alcanzan lo que ven los ojos y tocan las manos.
La linea que forma el horizonte es magnífica en este lugar loco, es de colores entre una nube de arena. Millones de almas entre chapas y cartones. Ciudad que rodea la ciudad. Un mar infinito de hogares de papel que se borran con cada lluvia y se levantan con el sol. Cobijos concebidos con el mismo fuego que los demuele, con la misma fuerza incombustible que los reconstruye, como ayer, de tierra, piedra y madera.
Érase una vez una Navidad entre familias sumergidas en dolores malditos e insanables  sufrimientos. Historias que caminan entre calles polvorientas arrastrando los pies, pero que mañana no habrán dejado una sola huella. Porque son millones, y tienen nombres que se olvidan.
Navidad entre sacos de arroz y habichuelas, pesados y sellados por  brazos enfermos y sanos.  Dedos morenos y aceitunados, con sangre condenada a la muerte por haber amado con la suerte equivocada. Sangre castigada que destina  sus propios frutos a un porvenir incierto.
Gente de ojos oscuros con el alma enraizada, locamente enamorada de su tierra traicionera. Capaz de esperar toda una vida la metamorfosis de su amante ingrato, o capaz de escapar muy lejos buscando otras fortunas,  para luego volver de nuevo atrapada por la nostalgia. Gente sin miedo a perder porque ya nació perdida, todo lo que sucede después no puede ser sino dicha.
Madres que no consienten a los hijos porque no tendría sentido. Como fieras leonas enseñan a cazar, a vivir, a buscar sustento y trabajo lo antes posible para no ser devorados. Quien posee esta fortuna sobrevive, aprende a perseguir sin respiro su futuro; a veces apresa una vida propia y feliz. Para más tarde agradecer a la madre de piel vieja y ánimo de acero todos los sacrificios que conocen solo los que viven entre las casas de colores corroidas por el viento.
Ciudad de colores desgastados, de centro vivo y majestuoso, de perimetro colosal. De contraposiciones y analogias. De divinidades y tinieblas.
Ciudad de mar y playa para quien tiene los pies que lo acerquen, de terruño esteril para el que más lejos se queda a vigilar su casa de cartulina con miedo a que otros se apropien.
Y sin embargo se desparrama en las entrañas y la memoria la semilla del regreso. Aunque no hayas nacido a la orilla del mar, o en lo alto de la sierra entre reliquias o restos milenarios, o más adentro donde empieza la selva, el titánico rio y otros mundos mágicos. Tierra que te corteja y conquista, que encapricha al extranjero y avasalla al nativo.
 Érase una vez una Navidad que unia corazones sobre el oceano. Hilos de añoranza sobre el Atlántico, sobrevolando la foresta, o sobre el Pacífico y sus islas, miles de kilómetros, como pequeños aviones invisibles, o bajo el mar, como las mareas. Hilos de pena, de esperanza o de soledad, diminutos o enormes pensamientos que unen continentes.
Mientras, de la montaña baja, como todos los años, el tordo viento que sazona la ciudad con el aire del mar.


A todos los compañeros/as que he tenido, tengo y tendré que saben del mar y la sierra, y que sujetan con fuerza sus hilos invisibles.  




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