Vivía debajo del mar, mecida por las ondas, cubierta de escamas color esmeralda y respirando burbujas saladas. Tenía los cabellos ensortijados, revueltos por las olas y entrelazados con algas, entre los que nadaban pequeños peces irisados.
Vivía sentada
sobre unas rocas, casi inmóvil, en el
fondo del acantilado. Allá donde rompen las olas, bajo la espuma. No hablaba con nadie. Tenía la boca cerrada en
una mueca triste. Los dientes afilados apenas se veían a través de los labios.
Eran una línea negra en un rostro níveo. Los ojos verdes, brillantes y sin
pupilas, ojos de sirena, se mantenían abiertos día y noche.
Como una estatua
de bronce, como una reliquia antigua. Miraba un punto en el horizonte abisal,
más allá de la arena borrosa teñida de estrellas y moluscos. Más allá de la oscuridad, donde el mar es tan
profundo que hasta las sirenas tienen miedo.
Tenía la tez
blanca y fría y las manos descansando sobre su regazo estéril. Sólo se movía su
larga melena alrededor del cuerpo, acariándole la piel al ritmo de la marea.
La sirena era víctima
de un cruel embrujo. No era como las demás. Ella podía oir cosas. Sin salir a
la superficie, sin haber tocado jamás un guijarro de la costa, oía
incesantemente las voces de todos los hombres.
Una mañana, en
las profundidades de la ensenada, empezó a escuchar sonidos mientras dentro de
su cabeza se reflejaba el mundo exterior.
Asustada, se
sentó sobre las rocas para comprender lo que se había revelado sin permiso en
sus oidos picudos y torturaba su mente.
Fuera del agua
existía un mundo diverso, árido, estéril como su vientre de criatura inmortal.
Inmóvil como las rocas del acantilado.
Descubrió que podían respirar solamente el aire caliente, aunque ya los había visto a lo lejos otras veces caminando por la costa , cuando asomaba sus ojos de sirena sobre el borde del agua al anochecer para ver las estrellas tras las dunas.
Descubrió que
vivían en grupos, en pequeños bancos,
casi como los peces. Pero no para protegerse los unos a los otros, no. Había oído
palabras de amor y desprecio. Y también llantos, lágrimas y, sólo a veces,
risas. Se retorcía las manos afiladas mirando el acuoso vacío, sin entender,
escuchando.
Descubrió que se
comían a sus semejantes, eso también lo había oído. Palabras de muerte y gritos
de dolor. Supuso que se alimentaban de su propia carne.
Descubrió que no
había un orden establecido y que las lenguas eran diferentes. Que la inflexión
de las voces podía comunicar sensaciones completamente contradictorias. Descubrió que no todos dormían después del anochecer, que a veces las luces que
iluminaban el cielo no eran sólo tormentas, que el alba no siempre traía
despertares.
Algunas
conversaciones hablaban de lluvia, de viento, de manos entrelazadas y de
abrazos. Venían hasta ella el chasquido de los besos y los susurros de voces infantiles.
Le llegaban carcajadas, el ruido de los pájaros, del agua y de las ramas de los
árboles. Murmullos conocidos, oídos mil veces en la playa. Cuando la arena arde
a mediodía o se vuelve fresca al caer de las sombras.
Cuando percibía
esos sonidos intentaba no moverse. Escuchaba con atención, complacida, hasta
que las voces se alejaban de su mente.
Pero sucedía
pocas veces. A menudo eran gritos, golpes. Oía piel contra piel, varias, cien,
mil veces, hasta que en la boca sentía el sabor de la sangre. Oía el metal
resbalar a través de la carne y aullidos aterrados. A veces fragor y
estallidos. Depués silencio.
Descubrió el odio
al interno de una especie.
Mientras fijaba
los reflejos del agua dejándose acariciar el rostro por los cabellos, mientras la
luz del sol bailaba con las ondas y los colores de la bahía, descubrió que la
vida en el mundo árido no valía nada. Que caminaba hacia la extinción.
Cada día y cada
noche, con los dientes apretados, casi sin respirar el mar, esperaba que la
voces se alejaran para siempre.
Pero no ocurrió. Con la cabeza llena de palabras y estruendo,
la sirena de ojos verdes y sin pupilas, no pudo soportarlo más.
Se alejó del
acantilado, nadando hacia las profundidades que tanto temía. Nadó hasta que
empezó a perder escamas y cabellos, veloz, a través de la oscuridad. Huyendo de
las voces y los gritos, del sabor a sangre que le llenaba la boca cada vez que
oía una muerte. Huyendo del dolor del otro mundo, terrible, violento. Huyendo
de un horror que superaba con creces el amor que el ruido del viento conseguía
traerle hasta la playa cada tarde.
La voces no la
abandonaron jamás. Permanecieron en su interior día tras día. Ya no advertía
las corrientes del océano, ni el susurro de los peces cerca de su pelo.
Y murió, aunque las sirenas no mueren nunca.
Pero ella sí. Se murió de pena, con los ojos abiertos y las manos cubriéndose
las orejas puntiagudas. Se murió con la boca abierta, gritando bajo el mar, un
sordo alarido repleto de burbujas.
Los pececillos irisados
se comieron sus escamas y luego la enterraron bajo la arena, cubierta de
estrellas de mar. Le dejaron los ojos abiertos, para que no tuviese miedo de la
oscuridad y luego le llenaron los oídos de pequeñas caracolas, para que ya
nunca más oyera nada, excepto las mareas.
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